El estado coloidal me hizo llorar mucho. Era mi tarea de ciencias, algo parecido a la clara del huevo y estaba a punto de estropear mis notas. Entre una vieja enciclopedia Sopena de 1936, con una tan escueta como incomprensible definición de dicho estado; una enciclopedia científica en inglés (idioma que ignoraba), herencia pre mórtem de un disparatado tío de los Estados Unidos; y una abuela cuya familiaridad con el estado coloidal se reducía a los huevos enanos que ponían sus gallinas jardineras –papá y mamá llegaban tarde del trabajo–, el estado coloidal estaba corroyendo mi fe en la utilidad de los estudios. Para qué demonios me iba a servir saber sobre una cosa que no era ni líquida, ni sólida, ni gaseosa, que cruda era un asco y que mejor comérsela frita.