martes 4 de noviembre de 2008

Wall-E


Poco a poco la compañía de cine de animación digital, Pixar, se está convirtiendo en un referente importante de la historia del cine. Sus producciones son técnicamente impecables y sus contenidos –dirigidos al público infantil- rebasan pronto sus primarios objetivos comerciales, presentando historias originales bien concebidas y desarrolladas, con mensajes sencillos y claros, por lo que los adultos las disfrutan y aprecian tanto como sus hijos. De estas producciones destacan, en mi opinión, tres títulos: Buscando a Nemo (2003), de Andrew Stanton; Ratatouille (2007), de Brad Bird y Jan Pinkava, y Wall-E (2008), del mismo Stanton, película de ciencia ficción de la que hoy nos ocupamos.

Trama sencilla y lineal. Año 2815, la Tierra está asolada por la contaminación. Las cantidades de basura son tan grandes, que ya no habita ningún ser vivo sobre el planeta. El robot Wall-E (abreviatura de Waste Allocation Load Lifter Earth-Class, lo que en español de México y sin tanta faramalla tecnologicoide se traduce como “basurero”) es un artefacto inteligente que tritura basura y la almacena en cubos. A lo largo de siglos de aburrida soledad, Wall-E ha conseguido desarrollar una personalidad. Cuando termina su trabajo, se entretiene coleccionando cacharros y grabando canciones del musical Hello Dolly!. Un día, aterriza una nave y un arquetípico robot femenino, Eva, más moderno y equipado, sale de ella para inspeccionar el terreno. Juntos viajarán a lo largo de la galaxia y vivirán una consabida, emocionante e ilustradora aventura, incluyendo –cómo no- el encuentro con una de las mejores caricaturas que –literalmente- el cine ha concebido sobre los seres humanos del futuro que, como todos sabemos, se conforma a partir del presente.

Wall-E es una fantasía científica más bien distópica, con dos partes temáticas y estilísticas bien marcadas. La primera, que transcurre en la Tierra, nos ofrece una visión triste y desoladora de la civilización humana y un doloroso retrato de la soledad individual. La segunda parte, desde que Wall-E y Eva abandonan la Tierra, es de estirpe “asimoviana”, pues plantea una robótica inherente al progreso de la humanidad, cuyo bienestar se asienta en el desarrollo científico y tecnológico, si bien existen razonables posibilidades de que tal progreso se torne retroceso. El ser humano adquiere protagonismo, porque Wall-E se rebela contra su condición y descubre su fuerza interior, su "humanidad". Tanto los acontecimientos como los diálogos –que hasta entonces no habían aparecido- se tornan sensibleros e incluso moralinos, algo que contrasta demasiado con el planteamiento inicial.

La primera parte es lo mejor del filme, en tanto el director Stanton asume una arriesgada apuesta que resuelve con brillantez. ¿Por qué? Porque durante los primeros 40 minutos se deja seducir por el cine silente y porque, en una película infantil, se atreve a presentar una visión apocalíptica de nuestro planeta sin pudor alguno. Esta visión constituye, a su vez, un claro homenaje a varias películas de ciencia ficción -2001 Odisea del espacio, señaladamente- que tantas veces terminan con intrigantes y pesimistas planteamientos existenciales, aunque la película de Stanton deriva hacia un final con mensaje positivo y esperanzador. Otro acierto radica en el hecho de que ningún personaje humano resulte fundamental para definir la trama, intención guionística que la película no resiente en absoluto; todo lo contrario. Al respecto, cabe añadir que esos “gorditos” que aquí nos representan saldrían sobrando, de no ser porque constituyen una parodiada premonición de nuestro futuro como especie. Esta parte silente de la película abreva directamente del cine de Chaplin, en la medida en que Wall-E resulta capaz de sintetizar en su solitario personaje valores que van más allá del cine sin necesidad de diálogos, librando la barrera de cualquier idioma, en obvia similitud con el universal y entrañable Charlot. Sí, la película decae en su último tramo, pero este era un giro necesario, más que nada porque Wall-E también es una película para niños, y la única forma de no confundirlos demasiado era aportar una nueva trama que, aunque no alcanzase la cota poética de los primeros cuarenta minutos, les funcionara a ellos igualmente.

En cuanto a su mensaje, la película no esconde su militancia humanista y ambientalista. Reflexiona acertadamente –es decir, sin panfleto- sobre cuestiones importantes: los avances tecnológicos, el respeto a la naturaleza, la evolución de la sociedad y su culto al bienestar; también en torno a los sentimientos humanos: el amor no correspondido y perseverante, etc.

Como la parte carente de diálogos es lo más cinematográfico de la película, resulta obvio que la banda sonora adquiera especial protagonismo. Bien por el compositor Thomas Newman, responsable en buena parte de la excelente ambientación de la que hace gala la película: presenta al robot con un tema alegre, pero sabe describir la distopía con oscura melancolía. Mención aparte merece el tema de los créditos finales, compuesto por –nada menos- que Peter Gabriel; se va uno a casa de lo más lirondo…

En resumen, un filme con grandes valores: protagonismo a la imagen en movimiento per se; una factura visual digitalizada de frontera, con escenarios envolventes, guiños evidentes a grandes películas del género y, sobre todo, un homenaje al cine y al mejor de sus personajes, con el que Wall-E mucho comparte.

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domingo 8 de junio de 2008

El anime japonés de ciencia ficción


El anime japonés de ciencia ficción

Recientemente exhibimos en el cinedebate que cada semana organizamos en Universum Museo de la Ciencia (México) un ciclo integrado por cuatro películas de ciencia ficción pertenecientes al denominado anime.

El anime es animación japonesa; sin embargo, a diferencia del comic y animación norteamericano, que data de los años 30, tiene sus inicios como tal alrededor de 1968. Después de la segunda guerra mundial, Japón quedó expuesto a una nueva cultura occidental que comenzó a adoptar. Surgido en una situación económica difícil, el anime dio paso a nuevas técnicas para hacer más barato el proceso sin perder la calidad del resultado. Los japoneses supieron hacer de la necesidad virtud y crear un estilo nuevo e inconfundible, rompiendo muchas de las reglas asentadas de la animación. Uno de los principios fundamentales de la animación occidental fue y es, que nunca hay que mover la cámara, sino que es el dibujo animado el que tiene que moverse; los japoneses, para ahorrar el dibujo de nuevas células o viñetas, exploraron con la cámara las pocas que tenían. De esta manera, explotaron los dos movimientos básicos de cámara, el que acerca para destacar un detalle en el plano, y el que se aleja, para descubrir algo oculto a nuestra vista.

No fue el único cambio. Mientras que la animación norteamericana hundía sus raíces en el cine, copiando sus formas, el anime se inspiraba en el cómic japonés, el manga, considerado en Japón como una forma literaria más. De esa manera, la aproximación tridimensional del cómic, en la que el punto de vista cambia en cada viñeta para evitar el aburrimiento, se transformó con el anime en un montaje de planos cortos y perspectivas cambiantes, opuesto al estilo occidental de planos largos y cámara casi estática, que fue la norma hasta hace muy poco. Además, mientras que la animación occidental estaba dirigida a un público mayoritariamente infantil y familiar, el anime invade casi todos los géneros del cine popular, desde la comedia romántica y el retrato de costumbres, a la novela histórica, la ciencia ficción o el cine erótico.

Con relación a los filmes anime de ciencia ficción, se trata de productos con formatos que satisfacen los requerimientos de la lógica dominante y la cultura masiva, pero que presentan argumentos en los que se advierte sobre el riesgo de los hechos tecnológicos novedosos, en particular los productos biotecnológicos e informáticos.

¿Por qué se plantea pensar la tecnología a través de dibujos animados de ciencia ficción? La respuesta está en la importancia que asumen las formas como expresión de una época. La tecnología se ha convertido en un símbolo de la sociedad de nuestros días. A la par se produce un cambio cultural alineado con la imagen visual, que se ha instalado masivamente a través del cine, la televisión, el video, la informática y los videojuegos. La ciencia ficción - Japón tal vez sea su máximo consumidor- extrapola al futuro este paisaje cultural. Se describe una realidad compleja, no sólo en supertecnologías, sino también en la organización política y social, que alude al consumismo y a la proliferación de clones, robots, cyborgs y hologramas, se apela a la inteligencia artificial y a la informática; en el fondo es una distopia en la que asoma un mundo atroz. En contraposición, cabe citar la empatía que tiene Japón con la tecnología, de allí que la haya desarrollado en la industria de robots, que creó varios autómatas con forma humana. Es evidente que la sociedad japonesa no padece tanto del complejo de Frankenstein como la occidental, que ve con cierto recelo y temor a los robots.

Las películas que tuvimos la oportunidad de presentar durante el ciclo aludido, reflejan esta obsesión tecnocientífica que acabo de señalar.

En la primera de ellas, Kokaku Kidotai (El fantasma en el caparazón, 1995), del director Mamoru Oshii, un clásico de la moderna animación japonesa, nos encontramos con la casi total integración entre humanos y máquinas. La pregunta que gira alrededor de toda la película es dónde está la frontera entre la conciencia artificial y la humana.

La segunda, Metoroporisu (Metrópolis, 2001), del director Rintaro, es una adaptación del clásico manga Metrópolis, del legendario Osamu Tezuka. Tanto el cómic como la película revelan la influencia del film expresionista de Fritz Lang en el diseño de la ciudad futurista. Pero ambos tienen personalidad propia.

Uno de directores ya legendarios de anime es Hayao Miyazaki, conocido recientemente por haber ganado el premio Oscar de la Academia por El viaje de Chihiro; de él pudimos apreciar Kaze no Tani no Naushika (Nausica en el Valle del Viento, 1984), sin duda la más interesante de este ciclo. Se trata de una historia que recurre a ideas atemporales y que transcurre en un continente y una época imaginarios; Miyazaki plantea el desequilibrio existente entre el desarrollo de las civilizaciones humanas y la conservación de la naturaleza.

El ciclo finalizó con Fantasía Final VII: Los niños que vendrán (Japón, 2005), de los directores Tetsuya Nombra y Takeshi Nozue, historia basada en el exitoso juego de Play Station Final Fantasy VII. En la película hay de todo: filosofía, acción, melodrama, etc. Y un exceso de referencias al videojuego en el que el filme está basado, así como decenas de simbolismos.

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