EL VAMPIRISMO EN EL CINE
De raíz balcánica, el mito del vampiro –del húngaro vampir- aparece en el siglo XVIII. A pesar de múltiples particularismos locales, el personaje de Drácula, surgido en 1897 con la novela de Bram Stoker, homogeneizó la diversidad vampiresca, creando un arquetipo universal. El mito tiene origen en dos creencias: la ingesta de sangre y el muerto vivo. En la primera, se suponía que beber la sangre de una persona permitía apropiarse de los atributos del muerto, cualidad hematófaga basada en una lógica elemental: puesto que las personas se debilitan o mueren al perder sangre, deben fortalecerse o resucitar al recibirla. En cuanto al mito del muerto viviente, se asentó en Europa durante las grandes epidemias de los siglos XIV al XVII, en las que las víctimas llegaban a ser enterradas antes de morir; algunos lograban escapar de sus tumbas, o bien, al abrir los ataúdes, se comprobaba que los cuerpos se habían movido; en medicina se denominaba catalepsia o muerte aparente a esta “inquietud de los muertos”. Considérese también el robo de cadáveres de los cementerios para prácticas de anatomía, que llevaba a descubrir ataúdes inexplicablemente vacíos.
Además de la catalepsia, existen relaciones interesantes entre la medicina y el vampirismo. Algunos de sus síntomas pueden asociarse con enfermedades como la rabia y la porfiria. Esta última es el nombre genérico dado a un grupo de enfermedades caracterizadas por la sobreproducción de porfirinas, pigmento ferroso de la hemoglobina, que transporta oxígeno a los glóbulos rojos. Uno de sus síntomas es la fotobia, pues la piel del porfírico es dañada por la luz solar, que le causa lesiones cutáneas, incluido el enrojecimiento de encías y párpados. Respecto a la rabia, que tuvo brotes epidémicos importantes en la Europa del siglo XVII, produce en sus pacientes ataques de agresividad acompañados de mordiscos, hiperactividad sexual, ansiedad, vagabundeo y alteración del ciclo vigilia – sueño; durante los ataques, el enfermo llega a mostrar los labios retraídos que descubren sus dientes.
En cuanto a la relación del murciélago con el vampirismo, la explicación viene en sentido contrario a la comúnmente creída. Durante la colonización de América, naturalistas europeos descubrieron que el nuevo continente era un paraíso quiróptero; sorpresa mayor fue que entre miles de especies de murciélago, tres fuesen hematófagas, a las que de inmediato llamaron vampiros, extrapolando las características de los chupadores de sangre humanos, cuya leyenda conocían.
El vampiro es un no-muerto (undead, en inglés), cuyas liga diabólica lo ha convertido en un alma en pena corpórea, condenada a una dolorosa inmortalidad, hasta que el rito apropiado –estaca en el corazón, decapitación- le permita el reposo eterno. Quizá por el hecho de ser un alma, es a veces incorpóreo y no se refleja en los espejos ni proyecta sombras. Además de identidad demoníaca, en el vampiro encontramos un evidente simbolismo sexual. En su versión más conocida, suele ser físicamente atractivo y ejerce una extraña atracción sobre sus víctimas; su depredación siempre es nocturna, el momento apropiado para el amor. Su rito consiste en un beso en que sus largos caninos penetran la piel de la víctima, haciendo manar su sangre que chupa a continuación; las víctimas caen en un estado de languidez reminiscente del post-coitum y facilitan la repetición de la experiencia. Este acto de sadismo oral encarna desde luego el acto sexual impresentable en contextos culturales puritanos –como en el que fue escrita la novela de Stocker- pero a la vez se trata de un acto condenable, en una clara asociación de placer físico y perdición moral.
Con estos antecedentes, sobra decir que el personaje del vampiro llamó la atención del cine desde un principio. La filmografía del vampiro puede alcanzar centenares de títulos; aquí mencionaré sólo algunos de los más famosos de este subgénero.
El primero es Nosferatu (1921), del expresionista alemán F. W. Murnau. La película no sigue el argumento de Stoker, pero conserva la atmósfera angustiante de la novela; Murnau optó por ofrecer una imagen del vampiro distinta de la que Hollywood presentaría una década después, tomándose la licencia de hacer que proyectara sombra y se reflejara fugazmente en un espejo. Otro famoso director alemán, Werner Herzog, rodó en 1979 otro Nosferatu, en el que hace una relectura existencialista del film homónimo de Murnau.
En 1931, el director Tod Browning realizó Drácula, con el actor húngaro Bela Lugosi, cuyo personaje se convertiría en ícono mundial del vampiro. Su imagen elegante y exótica contribuyó a erotizar la atmósfera de un film en el que los mordiscos fueron ocultados mediante elipsis, en fuera de campo o absorbidos por oportunos fundidos. Dos décadas después, la productora Hammer Films lanzaría su serie de películas estelarizadas por el inglés Christopher Lee, que son a color y por tanto potencian el dramatismo de la sangre; sadismo, necrofilia y goce femenino se hicieron más patentes desde entonces. Cabe destacar también un ciclo de producción mexicana, cuyos títulos más famosos fueron El vampiro y El ataúd del vampiro, ambos dirigidos por Fernando Méndez y con el actor Germán Robles.
La última película a comentar es Drácula de Bram Stoker, realizada en 1992 por Francis Ford Coppola. Aunque el título sugiere que se trata de una versión apegada a la novela, más bien es una versión muy personal del director, suntuosa y técnicamente brillante, de exacerbado romanticismo, en la que Drácula habita un castillo de aire rococó, luce un peinado dieciochesco y un largísimo manto escarlata. El filme hace un homenaje al cine cuando Drácula y Mina, su enamorada víctima, acuden a una sesión londinense del incipiente cinematógrafo –novedad de la época- y el propio conde no deja de maravillarse por los prodigios de la ciencia moderna.
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